Me adelanto un siglo a lo que estamos estudiando en el aula, para hacer una breve reseña sobre la película “Esquilache” dirigida por Josefina Molina en 1988. El filme, situado en el reinado de Carlos III (1759 -1788), cuenta con un excelente reparto entre el que se encuentran actores de la talla de Fernando Fernán Gómez, Ángela Molina, José Luis López Vázquez, Concha Velasco o Adolfo Marsillach; un guión, a mi parecer, riguroso y elaborado que refleja en cada diálogo los dos pensamientos enfrentados del momento histórico; y, por lo que conozco de los acontecimientos que sucedieron ese marzo 1766, un argumento fiel a éstos. No se debe olvidar que está inspirada en la obra de Buero Vallejo “Un soñador para un pueblo” que aún no he tenido ocasión de leer, pero que, sin duda, merecerá la pena.
La película nos narra los últimos días del ministro italiano Leopoldo de Gregorio, Marqués de Scilacce, en la corte del Borbón Carlos III debido al famoso motín que tuvo lugar en 1766 como protesta a la política ilustrada que el rey con la ayuda de sus ministros quiso introducir. Sin embargo, el pueblo español, como todos los pueblos donde la cultura brillaba por su ausencia, empecinado en su tradicionalismo, mostró un fuerte rechazo a esta corriente reformista y modernizadora, concentrando todo su odio en el ministro italiano, ya que, este, ignorante del carácter español (que el propio monarca sintetiza en una conversación con el ministro durante la jornada de caza: “los españoles son como niños: lloran cuando se les lava la cara”) era quien más seriamente concebía sus ideales ilustrados. Además, impuso una medida, entre otras tantas,
que gozó de especial impopularidad: el embozo con capa larga y el sombrero gacho por la capa corta y el sombrero de tres picos, con el objetivo de imposibilitar el anonimato que hacía viable el alto nivel de delincuencia que sufrían las calles de Madrid. Entre otras de las quejas a sus medidas, figuraba la de la subida del pan, motivada por la sequía, sobre la que Esquilache en el filme comenta: “Este pueblo ha tenido hambre durante siglos, pero la queja por el pan me la
tenía que reservar a mí”.
Bajo el reinado de Carlos III, que no por casualidad recibió el apodo de El Alcalde de Madrid, y gracias a ministros como Esquilache, la ciudad tuvo un plan de alcantarillado para evacuar aguas
residuales, conoció el empedrado y se cuidó la higiene y la iluminación de las calles como no se había hecho antes. En el primer cuarto de hora, cabe destacar una escena que resume el espíritu cosmopolita de Esquilache: “Madrid era la pocilga de Europa y ahora…” “va a ser la ciudad más hermosa del mundo”, responde el ministro con la cara iluminada (inmejorable Fernán Gómez) mientras observa una maqueta de las nuevas obras arquitectónicas como la Fuente de Cibeles. No obstante, gran parte del pueblo recibió estas nuevas leyes como adversarias a sus costumbres españolas. Por si fuera poco, la nobleza y algunos miembros de la corte tampoco estaban a su favor y conspiraron en su contra en cuanto vieron que empezaba a perder el apoyo popular. De este modo, a pesar de contar con la plena confianza del monarca Carlos III, el Marqués de Esquilache no fue sino un político extranjero perdido en la tradicional coyuntura española y por ello tuvo que ser desterrado.
Si bien la película despierta una reflexión política no demasiado complicada, sobre el recelo y la desconfianza con la que se mira a lo desconocido (tanto en cuestiones políticas como territoriales); o sobre la corrupción en el poder -reflejada, sobre todo, en su mujer Pastora y en el Duque de Villasanta-, es en este último punto en el que más flojea. Y es que Esquilache es presentado como un hombre absolutamente limpio y honesto, capaz de sacrificar el desmerecido cargo que poseen sus hijos en pos de la transparencia política, y no es que dude de las buenas intenciones de este optimista ministro, sino que, resulta complicado explicar cómo un hombre alcanza tal grado de influencia en la organización de un país sin utilizar, en mayor o menos medida, los hatajos y escaleras mecánicas de las cuales es buen conocedor todo político que se hace valer tanto en el siglo XVIII como en nuestros días.
Recogiendo todo lo dicho anteriormente, recomiendo esta película tanto a cinéfilos, por su estupendo guión e interpretaciones; como a cualquier persona que quiera realizar un ejercicio de reflexión de un modo entretenido y placentero acerca de los diversos temas que toca la película: las mentalidades antagónicas en los tiempos de cambio, la corrupción política o el propio carácter español que “destruye sistemáticamente todo lo que se construye”.
Andrea Gasca
Quisiera modificar algunas cosas, pero no entiendo por qué no responde cuando le doy a Publicar... filología/historia e informática vuelven a llevarse mal...
ResponderEliminarMuy interesante, Andrea.
ResponderEliminarEsta serie de entradas deben hacernos recapacitar en lo poco que ha cambiado la sociedad española en estos siglos. Tras los cuáles, aún retumban los ecos del siniestro "¡Muera la inteligencia!" al que, desgraciadamente, se enfrentan muy poco Unamunos.
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